Source Code — Bill Gates

No sé si el último libro de Bill Gates quiere ser una autobiografía. De hecho, creo que él tampoco lo sabe del todo. Es un libro sobre sus primeros años, eso sí, sobre las teclas que apretó en el orden correcto para que saliera algo como Microsoft. Pero, al leerlo, uno tiene la sensación de que más que contar su vida, Gates está tratando de entenderla.

Lo que más me llamó la atención no fue ninguna anécdota técnica ni el génesis del imperio. Fue algo más básico, más crudo y más universal: la importancia de saber lo que uno quiere.

Porque si bien Gates tuvo privilegios evidentes —una familia de clase alta, conexiones, acceso a computadoras cuando el resto del mundo ni sabía qué eran—, también vivía atravesado por una obsesión clara, casi matemática: computadoras, lógica y estar solo. Tres elementos que no solo lo definían, sino que le armaban una especie de refugio mental donde todo tenía sentido. No buscaba salirse de ahí. Al contrario, cuanto más se hundía en ese mundo propio, más cómodo parecía. Sabía lo que quería. Y no le importaba parecer raro, ni molestar, ni desentonar para conseguirlo. De hecho, en esa incomodidad ajena, él encontraba cierta paz.

Y sus viejos —y esto me quedó dando vueltas— no lo apuraron. No lo enderezaron. En vez de corregirle el rumbo, lo dejaron ir. Mientras otros padres llenaban a sus hijos de fútbol, inglés y mandatos, a él lo dejaron perderse en sus propios laberintos. Explorar rincones raros, quedarse solo con una computadora y no preguntar por horas. Y eso, aunque no todos tengamos la suerte de nacer en Seattle con computadoras en la escuela y Harvard a la vuelta de la esquina, sigue siendo un lujo enorme: que te dejen ser. Que no te digan qué camino es el correcto. Porque cuando te dan esa libertad —esa que parece chiquita pero no lo es—, puede pasar cualquier cosa. A veces, incluso, inventás Microsoft.

Y no fueron solo los padres. También estuvo la abuela. Y viste cómo es eso: hay abuelas que marcan más que un diploma o un premio. Porque con los padres uno discute, se enoja, se rebela. Pero con la abuela se arma otro tipo de pacto. Más suave. Más tácito. Una alianza silenciosa, donde el cariño viene con truco y enseñanza camuflada.

“Gami”, le decían. Tenía una cabeza matemática y una calma de esas que te enseñan sin levantar la voz. Le enseñó a jugar a las cartas como si fueran ecuaciones. A ver patrones en la baraja como otros los ven en las estrellas. Y le enseñó también —aunque él no se diera cuenta en ese momento— que pensar distinto podía ser una forma de querer.

Fue ella la que lo bautizó “Trey”, porque era el tercero de los Bill en la familia. Y ese apodo, medio tierno y medio institucional, le quedó como una contraseña privada entre ellos. No aparece en los papeles ni en las acciones de Microsoft, pero está ahí, en el fondo de todo: una pequeña señal de que alguien, desde temprano, supo acompañar esa rareza sin intentar corregirla.

Y quizás fue esa combinación —unos padres que no lo limitaron y una abuela que lo moldeó con ternura lógica— lo que le dio el respaldo necesario para hacer lo que vino después.

Gates lo reconoce, aunque no con culpa ni con falsa modestia. Dice que tuvo suerte, pero también dice —y esto es interesante— que muchas de las decisiones que más lo marcaron fueron las que lo sacaron de su zona de confort. No lo dice así, claro. Lo dice en su idioma: que se obsesionó con los límites del código, que se salteaba clases para programar, que se peleó con socios y profesores. Pero el fondo es el mismo: se incomodó. Y ese gesto de incomodarse, cuando se repite lo suficiente, termina modelando el mundo.

Pero si hay un momento en el libro donde Gates se detiene, baja la velocidad y se vuelve humano —de una manera que no se puede fingir— es cuando habla de Kent Evans.

Kent no era solo su mejor amigo. Era su cómplice, su espejo, su doble en clave nerd. Programaban juntos, soñaban juntos, se escribían cartas llenas de códigos y proyectos imposibles. Todo lo que después sería Microsoft, en cierto modo, ya estaba en esas charlas adolescentes que solo entienden los que alguna vez se obsesionaron con algo y lo compartieron con alguien que vibraba en la misma frecuencia.

La muerte de Kent en un accidente de montaña lo partió en dos. Lo dice casi sin decirlo. Pero se nota. Se cuela entre las frases como un glitch emocional. Uno intuye que ahí, en ese momento, Gates entendió, sin necesidad de escribirlo en ningún cuaderno, que hay cosas que no se arreglan con lógica. Que el dolor no tiene tecla de ‘undo’ y que el tiempo, cuando duele, no se deja rebobinar como un programa mal corrido.

Me quedé pensando en eso. En serio. Como una idea que no se va. Y no puedo evitar creer que, si alguien le hubiera ofrecido a Gates devolverle a Kent a cambio de todo lo que construyó después —sí, incluso Microsoft—, habría dicho que sí. No porque lo que hizo no valga, sino porque hay pérdidas que te cambian la forma de estar en el mundo. Que te reprograman. Y ya no volvés a ser el mismo.

Ese dolor, contenido pero visible, convierte al relato en algo más que una biografía de éxito. Lo transforma en un testimonio sobre el azar, la fragilidad y lo que queda cuando se va alguien que nos hacía sentir que el mundo tenía sentido.

Hay algo profundamente humano —y contradictorio— en las confesiones que Gates deja caer como al pasar. Citas que no buscan empatía pero la generan. Que no piden perdón, pero entienden el peso del contexto.

“If I were growing up today, I probably would be diagnosed on the autism spectrum.”

Lo dice con una naturalidad que desarma. Y de golpe, entendés al chico que leía en el asiento trasero del auto mientras los demás jugaban. Que se perdía en libros, más que por amor al saber, por necesidad de encontrar un lugar donde el mundo no gritara.

“Reading in the back of the car —or anywhere else for that matter— was my default state. When I read, hours flew by. I tuned out the world… I was in my own head… where I could explore and soak up new facts, all on my own, without anyone else.”

Y ahí es donde empieza a dibujarse un patrón: el de un adolescente que se aislaba no por timidez, sino por afinidad con un universo más predecible, más lógico. Un chico que encontró en la computadora no solo una herramienta, sino un juez justo:

“I loved how the computer forced me to think. It was completely unforgiving in the face of mental sloppiness.”

Pero al mismo tiempo, hay una conciencia brutal de sus circunstancias. Gates no romantiza su origen. Lo dice claro, sin eufemismos:

“It’s impossible to overstate the unearned privilege I enjoyed. To be born in the rich United States is a big part of a winning birth lottery ticket, as is being born white and male.”

Y entre todos esos recuerdos aparece también el adolescente que observaba a los demás desde afuera, entendiendo tarde —o demasiado pronto— las reglas del juego social:

“The class clown held a niche position among other kids. Raising your hand to crack a joke won more popularity points than raising it for the right answer.”

Y como si todo este recorrido necesitara un epílogo con firma ajena, aparece Steve Jobs, en su famoso discurso en Stanford, cerrando el círculo con una ironía que no envejece:

“Because I had dropped out and then took a calligraphy class, the Mac had multiple typefaces and proportionally spaced fonts. And since Windows just copied the Mac, it’s likely that no personal computer would have them.”

Y ahí lo tenés: el tipo sin gusto, según Jobs, ayudó —aunque sea por copia— a que millones de computadoras en el mundo tengan tipografías lindas. Como si hasta lo robado pudiera ser una forma de esparcir belleza.

Porque a veces el futuro no se diseña: se programa. A veces no se planifica: se encadena. Y muchas veces, los puntos no se conectan hasta que mirás para atrás y entendés —como Gates— que el camino no era recto, pero tenía sentido.

Aunque sea solo porque alguien, alguna vez, te dejó ser.