Tony de Catania
Hoy en Catania, mientras caminábamos sin rumbo, me escuchó hablar en español y se acercó con paso lento pero decidido.
Tony.
Me preguntó de dónde era, como quien abre una puerta con la llave exacta. Y sin esperar mucho más, empezó a tararear. Pero no cualquier melodía: No llores por mí, Argentina. Con la voz temblorosa y los ojos húmedos, como si estuviera recordando un país en el que nunca vivió, pero que alguna vez sintió suyo.
Nos dijo que era baterista. Y entonces entendimos todo: se golpeaba el pecho con ritmo, como si allí adentro aún tuviera una batería invisible, marcando el compás de su memoria. Hablaba mientras parecía estar escuchando otra cosa. Como si en lugar de estar con nosotros, estuviera tocando en una gira que hubiera ocurrido hace cincuenta años. O en un club de jazz escondido. O en un patio de infancia donde la música era todo.
Tenía 76 años, nos dijo. Y nos deseó suerte. Salud. Como quien reparte bendiciones con alegría, convencido de que mientras haya música —aunque sea apenas un tarareo— la vida sigue bailando.
No sé si Tony sigue tocando o si solo su cuerpo recuerda. Pero cuando estás de viaje —lejos, desubicado a propósito, en compañía pero igual solo, como si hubieras dejado tu sombra en otro país—, un gesto así te acomoda el alma. Porque hay algo en la mirada de un desconocido que te reconoce, que te devuelve el mapa sin que se lo pidas. Y entonces entendés que no todo está tan lejos. Que el afecto, cuando aparece de golpe, como una nota en el aire, se agradece más que el Wi-Fi o el check-out a las 4 pm.
Y uno sigue caminando, claro. Pero se va con la sensación de que no todo es azar. Que quizás hay personas que aparecen en la ruta como acordes sueltos, para afinarte el día sin querer.