Faltaba Uno
Catania es especial.
Desde el primer día genera una sensación rara. Para el que viene de paso, incluso puede ser una sensación fea: un “¿qué hago acá?” medio existencial. Pero si te quedás, si bajás un poco la guardia, empezás a entender que la ciudad tiene algo más. Algo que está debajo. No escondido: enterrado. Como si tuviera algo que quiere contarte, pero solo si sos capaz de pasar la primera capa. Como si la ciudad te estuviera poniendo a prueba.
Quizás tenga que ver con su historia: con el Etna, ese volcán que no descansa, que la destruyó y la cubrió de lava, obligándola a reconstruirse una y otra vez sobre sí misma. Y también con el terremoto de 1693, que arrasó casi todo lo que la lava no había cubierto. Catania fue construida sobre Catania. Literal.
Como un speakeasy geológico, la ciudad susurra secretos desde abajo, como si cada piedra vieja tuviera algo para decirte, pero solo en voz baja y cuando nadie más está escuchando.
Esa noche soñé que volvía al departamento.
Una escalera sucia, antigua, sin edificio alrededor —es más bien eso: una escalera que conecta un par de puertas al azar. En el primer piso, justo antes de la mía, hay una ventanita mínima, perdida entre las baldosas y el polvo.
En el sueño, todo pasaba igual que en la realidad: subía cansado, miraba por la ventanita sin prestarle atención. Desde afuera, el local al que da esa ventana tiene una persiana baja, vieja, rota. Una más de las tantas que hay en Catania, donde uno ya no sabe si un lugar está cerrado por el día o desde hace diez años.
Desde la escalera, sin embargo, hay un ángulo que te deja ver hacia adentro.
Y en el sueño, vi algo distinto.
El local, que de día parece en ruinas, tenía adentro una mesa.
Y cinco viejitos.
Jugando al póker.
Sin hablar. Sin reír. Solo cartas, vasos de grappa, una lámpara colgando con luz amarilla.
Moviéndose lento, como si estuvieran atrapados en una repetición.
Y uno de ellos me miraba. No con sorpresa.
Con reconocimiento. Como si dijera: por fin.
Me desperté transpirado.
No le di importancia. Un sueño más.
Pero esa mañana me levanté temprano: era el día en que tenía que mudarme de departamento. Fui a abrir la puerta, todavía medio dormido, y ahí lo vi. Debajo de la alfombra: una hoja.
Sin sobre.
Sin tinta.
Escrita en ceniza.
Decía:
“Ne mancava uno.” (Faltaba uno)